POR MARÍA EUGENIA VIERA
Mucho tiempo después de que la princesa Penélope me enseñara que cada día podía tener su propio vestido, conocí a Ana. Ella no era una princesa, pero tenía algo particular: una mirada atenta, una intuición afinada y la capacidad de transformar emociones en formas, telas y movimiento.
Todo empezó una tarde cualquiera, de esas en que entrás a internet buscando algo que no sabés muy bien qué es. Tal vez inspiración, tal vez belleza, tal vez un reflejo. Y de pronto, ahí estaba: una blusa gitana. La vi en la página web de Ana como quien encuentra un fragmento de sí misma que había olvidado. No sé si fue el movimiento de las telas en la foto, el nombre, o ese algo invisible que a veces nos llama sin avisar.
Su nombre era literal y su espíritu lo era por completo. Y para mí, eso no fue menor. Lo flamenco enciende mi alma desde siempre. Tiene algo de fuego interno, de fuerza que brota sin permiso, de belleza que no necesita explicarse. Y esa blusa tenía eso: mangas que hablaban con el viento, que parecían bailar solas, un lazo que envolvía en varias vueltas, un ritmo que iba más allá de la moda.
Recuerdo que al verla, sentí “cosas”. No fue solo gusto, fue reconocimiento. Como si esa prenda hubiese estado esperándome, como si contuviera una historia que yo aún no sabía, pero que de algún modo ya era mía. No necesité pensar demasiado. Esa blusa me había encontrado. Y yo le estaba diciendo que sí, sin palabras.
Días después, la tuve entre mis manos. La caja llegó envuelta con cuidado, como si adentro viajara algo frágil y valioso. Y lo era. Al abrirla, la blusa gitana desplegó su alma: liviana, suave, con una caída que parecía hecha de viento. El lazo —largo, generoso— invitaba al juego. Las mangas eran como alas pequeñas, y el estampado tenía algo de música callada, como si llevara consigo un compás secreto.
Me la probé frente a mi espejo y el cuerpo respondió antes que la mente: me sentí habitada por ella. No era solo una prenda, era una posibilidad. Me paré diferente. Respiré diferente. Me moví con otra conciencia. Había algo de libertad, algo de danza, algo de mí que no sabía que podía vestirse así.
La blusa gitana no me tapaba: me revelaba. Con cada vuelta del lazo, con cada vuelo de tela al caminar, me contaba. Me devolvía al juego de imaginar, de transformarme, de ser muchas en una. Ese día supe que lo que Ana diseñaba no eran solo prendas: eran puertas que te llevan a otro lugar. Y yo acababa de abrir la primera.
Fue la primera prenda que compré. Me atrajo como un imán, como si supiera que en ella había algo que me estaba esperando. Y detrás de esa pieza, estaba Ana. La primera vez que sentí que algo diseñado por otra persona podía hablar de mí sin haberme visto nunca. Esa blusa me llevó hasta Ana.
Esa prenda fue el primer puente. No la estaba buscando. O tal vez sí, sin saberlo. Llevaba tiempo con la sensación de que lo que vestía no terminaba de hablar de mí. Me gustaban muchas cosas, pero no lograba reconocerme del todo en ninguna. Quería algo más profundo que seguir una moda: quería sentirme expresada, traducida, vista.
Y eso fue lo que Ana hizo. Me escuchó. Me preguntó cosas que nadie me había preguntado antes sobre cómo me visto: no qué me gustaba, sino cómo me quería sentir. Qué partes de mí necesitaban salir a la luz. Qué historias quería contar con la forma en la que caminaba, con los pliegues de una falda, con el vuelo de una manga.
Desde entonces, visitar su atelier se volvió un juego y una revelación. Me propuso diseños que me abrazaban desde lo interno. Me sorprendió con texturas que parecían tocarme el alma. Me hizo animarme a formas que yo no sabía que estaban en mí, pero que, al usarlas, se sentían como volver a casa.
Con Ana, volví a ser esa niña que jugaba a tener 365 vestidos, uno para cada día, cada estado de ánimo, cada emoción. Exploro en sus telas como quien recorre un mapa secreto. Me pierdo en sus diseños como quien encuentra su voz. Me dejo llevar por sus vuelos, por esa forma en que una prenda puede moverse como si tuviera un lenguaje propio.
Y encontré algo que nunca antes había tenido tan claro: que todo lo que sentía de forma intuitiva sobre la moda, Ana lo podía traducir al diseño. Le puso palabras a mi sensibilidad, estructura a mis ideas sueltas, cuerpo a mi expresión interior. Hizo visible lo invisible.
A veces voy a su atelier como quien entra a un refugio. Y en ese espacio lleno de telas, diseños y magia, Ana me permite jugar. Me deja tocar sus largos lienzos estampados, envolvérmelos, moverme entre ellos como si fueran capas de historias aún por contar. Ahí, donde el diseño, la emoción y el juego se encuentran sin pedir permiso, vuelvo a encontrarme conmigo misma.
Y entonces, entre hilos y bocetos, en ese espacio de confianza y creación, me encuentro con todas mis versiones: la mujer que soy, la niña que fui, la que sueña con cada vestido como si fuera un cuento por escribir.
En su taller, como cuando era niña frente al espejo, puedo imaginarme entera. Y en ese juego —tan simple y tan profundo— descubro, una y otra vez, que la moda me devuelve a mí.
El sonido de esta historia:
Antes de irte, quiero invitarte a mirar la foto de la blusa gitana y dejarte llevar por su ritmo.
Y mientras lo hacés, poné play a esta canción flamenca.
No hace falta hacer nada más, solo sentir. Cerrá los ojos, o no. Pero dejá que el ritmo, que el compás, la textura y el vuelo te atraviesen, como esa prenda lo hizo conmigo
https://open.spotify.com/intl-es/track/5UOzQpO62ljPFDqquxGDqT?si=7e8901ebae794196
https://youtu.be/3KZyy8Oc1QA?si=V2Ep8owhN18A2ERG
1 comentario
Lo leí con el audio de fondo y qué texto hermoso y lleno de personalidad! Que las personas puedan darse cuenta, como en el relato, que pueden transmitir su personalidad y reconocerse más a sí mismas encontrando prendas con las que identifiquen.